martes, 15 de septiembre de 2015

"Déjame saber quién eres", por Estefanía Yepes.

A veces el alcohol hace extraños compañeros de cama. Unas copas de vino y una cena tediosa y larga fueron los culpables de que acabase entre las sábanas con un título como el que hoy os traigo. Muchos ya sabéis que no frecuento demasiado el género rosa. Soy muy incrédula para estas cosas y creo que me falta un poquito de romanticismo. Cuando lo he intentado, el resultado ha sido el mismo que al intentar comer merengue. He terminado empachada y jurando no volver a hacerlo. Pero aún así, esta vez caí. Llegué a casa a altas horas, sin frío ni sed en este cuerpo mío y un poquito enfadada con el mundo en general. Así que abrí mi kindle y me dispuse a tomarme la última en el sofá mientras navegaba por la librería virtual. Entre las ofertas del día vi aparecer un título muy sugerente, "Déjame saber quién eres". Me dejé llevar por las estrellitas, le di a la tecla de comprar, me acomodé y...

Las letras me entraban con la misma facilidad que el vino. Así como os lo cuento. Me ventilé la primera mitad de una sentada y además me enteré de todo, que tiene mérito dado mi estado de agitación mental en aquellos momentos. Me dormí abrazada al lector, imbuida por el espíritu del amor verdadero e intrigada por un vestido de novia sin dueña y unas cartas sin remite llenas de palabras bonitas. Y a pesar de la resaca, desperté con ganas de seguir conociendo a Étienne, ése músico guapo, con su coleta despeinada (lo que me gusta a mí un chico con coleta) y su aire despreocupado y encantador. Oh sí, quería saber más. Me importó medio pimiento que la novela cumpliese a rajatabla con los clichés del género: la chica que no quiere saber nada del amor, el chico encantador que la obliga a correr bajo la nieve, guitarras, música y fuegos artificiales.

Estefanía Yepes, a la que no había tenido el gusto de leer antes, muestra una prosa solvente y sencilla, ciertamente prometedora aunque con algunos aspectos a pulir. Y es que me exasperaban un poco las descripciones de la ropa de Brianna, la protagonista, y las continuas referencias a las habilidades de nuestra chica combinando bolso y zapatos. También hay algún error ortográfico y gramatical, aunque he de decir que me han parecido menos de los que se suelen encontrar en muchas novelas autoeditadas. Con un repaso en ambos aspectos, nos quedaría una novela agradable, ligera y bien escrita con la que pasar un buen rato.

Al final "Déjame ser quién eres" resultó ser un caramelo, ya sabéis lo que eso implica. Amable, azucarado, quizá un pelín empalagoso en los últimos coletazos, pero que a veces, apetece. Que a nadie le amarga un dulce, ya lo dice el refrán.


martes, 8 de septiembre de 2015

"Nos vemos allí arriba", por Pierre Lemaitre.

“Sin dejar de abrazarlo, Albert se dice que durante toda la guerra Édouard no ha pensado más que en sobrevivir, como todos, y ahora que la guerra ha acabado, y está vivo, resulta que lo único en lo que piensa es en desaparecer. Si incluso los supervivientes sólo desean morir, qué desastre…”

Todos tenemos nuestras guerras. Ganamos y perdemos pequeñas y grandes batallas. Constantemente. Vivimos en mil frentes, y en todos ellos habita el amigo y el enemigo. Perdemos efectivos, ganamos camaradas, celebramos el descalabro del otro. Y como en la vida, la novela de Lemaitre se vale de ése encuadre bélico como excusa para hablar de todo lo demás. De padres e hijos, de la comprensión mutua que ambas palabras exigen; de amistad y paciencia, de amor de hermana, de madre, de compañero. De ambición y escrúpulos.

Si habéis leído a Lemaitre y no habéis leído “Nos vemos allí arriba”, entonces es como si sólo le hubieses leído a medias. Como si sólo hubieseis atisbado un pequeño destello de lo que puede darnos este autor francés. Porque aquí hay mucho más que un narrador correcto o un gran creador de ambientes. Aquí hay un escritor en estado de gracia, dotado de una inmensa lucidez para destripar al ser humano. No de la forma que lo hace en sus thrillers, sino desde el plano más emocional. Sin caer en el drama, con lo fácil que era entre tanta bala, tanta tumba y tanto soldado muerto, mutilado, traumatizado. Con sobriedad, con una pizca de ése humor que a veces baila sobre la línea de lo correcto, Lemaitre describe hombres, lugares,  situaciones, estados de ánimo. Y lo hace esgrimiendo una narración fluida, evocadora, de ésas que te obligan a luchar con tus propias convicciones para no terminar llenando las páginas de subrayados y pegatinas.

No os voy a hablar de cómo construye Leimatre a sus personajes. No os voy a decir nada de la adjetivación, ni de la profundidad. Prefiero enseñároslo.

“Y junto a ése padre amante pero poco expansivo, estaba Édouard, Édouard el exuberante, diez años, doce, quince, desbordante, Édouard el apocalíptico, el disfrazado, el actor, el extravagante, el desaforado, la llama, la creatividad…

Y así, así todo el tiempo. No sólo con Albert, con Édouard, con ése malvado Pradelle, el más maniqueo de todos ellos, pero tan necesario para la historia, como todos los malos lo son. Lemaitre dibuja a todo un país, a una Francia de posguerra que vive sumida en su pérdida, que ensalza y alaba a los que cayeron en el frente y le vuelve la cara a los que tuvieron la desgracia de volver de él (“El país era presa de un frenesí conmemorativo en honor de los muertos directamente proporcional a su aversión por los supervivientes”.) Y con mano firme y prodigiosa, retuerce sus destinos, entrelazándolos y separándolos, de decepción en decepción, de abrazo en abrazo. Hasta dejarse acunar por una muerte contra la que uno se revuelve a pesar de desearla a veces.

“Édouard aguardaba la muerte y, tardara lo que tardase, era la única solución posible, menos que un cambio, la simple transición de un estado a otro, aceptada con resignada paciencia, como esos silenciosos e impotentes ancianos a quienes se acaba por no ver y que ya sólo sorprenden el día en que se mueren.”

La novela de Lemaitre es magnífica desde donde la quieras mirar. Lo es en su desarrollo, lo es en la intensa profundidad de sus personajes, lo es en la forma y en el fondo. Y es, también, una novela valiente, en la que el autor sale de la comodidad de los thrillers a los que nos (se) había acostumbrado para adentrarse en una trama hecha de retazos de historia, capaz de zarandearte y obligarte a sonreír al instante siguiente. “Nos vemos allí arriba” se halla en las antípodas de “Alex” o “Vestido de novia” y conserva, sin embargo, la pulcritud y el estilo de su autor, que permanece reconocible pero elevado a la enésima potencia. Diría que al señor Lemaitre le va a costar superar esto. Pero no me atrevo.

viernes, 4 de septiembre de 2015

"Las flores de la guerra", por Geling Yan.

Hay hechos que la historia misma parece querer olvidar, que apenas aparecen en los libros, de los que casi no se habla porque destrozan nuestro concepto del ser humano y nos muestran hasta dónde puede llegar la brutalidad intencionada contra nuestros semejantes. Hechos que el tiempo se traga. Yo nunca había oído hablar de la masacre de Nanjing. Por si a vosotros os ha ocurrido lo mismo, os pongo en antecedentes. En 1937, el ejército japonés sitió la ciudad de Nanjing. Durante meses, sus habitantes vieron como su ciudad era bombardeada, quemada y asfixiada. En Diciembre, las tropas entraron y comenzó una masacre que acabó con la vida de miles de civiles. Los soldados japoneses tenían especial predilección por las mujeres, que fueron vejadas, torturadas y violadas de forma sistemática. Aquellas que tenían la desgracia de sobrevivir eran enviadas a las llamadas casas de confort, en las que trabajaban como esclavas sexuales hasta su muerte.

Una historia tan dura exige ser contada con el talante que lo hace Geling Yan en “Las flores de la guerra”.  Porque a pesar de ello, los horrores de la guerra se cuentan como el que mira de reojo, a través de pequeños fragmentos de recuerdos, entre tragos de vino y humo de cigarro, a través de la fragilidad de la niñez o de los ojos de un extranjero.

Durante toda la narración, apenas salimos de la pequeña parroquia de Santa María Magdalena, la iglesia del padre Engelmann, en la que han quedado atrapadas trece estudiantes. Al iniciarse la invasión, un pequeño grupo de prostitutas llegará allí buscando refugio. El choque es brutal, como os podréis imaginar. Pero cuando afuera silban las balas, quizá las diferencias  más evidentes no sean tan importantes. Sacerdotes, niñas y prostitutas inician una convivencia condicionada por el miedo y sus diferencias, sin apenas comida ni agua, en la que todos resultan ser igualmente vulnerables.

Gaeling Yan construye una novela coral, poblada de personajes que traza con intensidad y mucho tino a través de sus recuerdos y actitudes. Destacan la figura del padre Engelmann, párroco y hombre al frente de tan dispar rebaño; Fabio, hombre de Dios y extranjero en todas partes; Zhao Yumo, una prostituta de alto copete que un día también fue una niña bien.  Todos ellos me han conmovido, de una forma u otra. Algunos hasta las lágrimas. Mucha culpa la tiene también la narración de la autora china, que no se vale de florituras ni dramatismos, sino que dibuja el panorama con lucidez y precisión, con una pasmosa sencillez y una elegantísima naturalidad.

“Las flores de la guerra” es una novela para sentirla, para leerla con la pausa que requiere y dejarse envolver por una historia que, a pesar de su crudeza, sabe ser también hermosa. Una de ésas historias que te arrebata la fe en el ser humano para luego devolvértela.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

"Seis años", por Harlan Coben.

Hay pocos hombres que no me hayan fallado nunca en la vida. Harlan Coben es uno de ellos. Es un buen tipo, es divertido, y está ahí siempre que le necesito. Nunca me llena la cabeza de problemas ni tonterías. Si acaso me debe algunas horas de sueño que me ha ido robando a lo largo de los años, pero oye, sarna con gusto no pica.

Harlan Coben no ha inventado nada nuevo, pero sí ha dado con una fórmula, un estilo propio, que funciona a las mil maravillas. En “Seis años” vuelve a montar una trama de ésas que contiene mil recovecos, plagada de giros imposibles, entretenida a rabiar, fácil de leer, sencilla y compleja. Puro divertimento.

“Seis años” son los que han pasado desde que Natalie se casó y dejó a Jack en la estacada. Seis años han pasado sin saber nada de ella. Hasta que un día, nuestro héroe se topa con la necrológica de Todd, el marido de Natalie, y decide curiosear un poco. Ya os podréis imaginar que va a encontrarse un montón de cosas que no esperaba encontrar.

Coben pone siempre al frente de sus historias al mismo personaje. Da igual que se llame Myron Bolitar que Will Klein que Jack Fisher. Siempre es un tipo majo, que te cae bien desde la primera línea. Un tío al que alguien ha jodido un montón pero que siempre, siempre, se repone. No suelen ser amargados, ni alcohólicos, ni nada que se le parezca. Son tipos grandotes, con algún pasado rollo portero de discoteca que les permite dar puñetazos contundentes a los malos que van surgiendo. O eso, o tienen un amigo fuertote que lo hace por ellos. La cuestión es que cuando uno quiere darse cuenta, ya se ha embarcado en la aventura con el protagonista. Sin remedio.

Otra cosa que me gusta de las novelas de Coben, y que se da también en “Seis años” es que las tramas carecen de sangre, vísceras y exceso de muertos. Aquí la gente mata por amor, por celos, por dinero. No tenemos psicópatas con planes complejísimos ni gusto por los ritos satánicos ni torturas ancestrales. Aquí hay un tipo que se ve forzado a huir hacia adelante y un montón de personajes que no sabemos de qué lado están.

Vuelvo todos los años a Coben, en julio o agosto, para tomarme vacaciones de todo, hasta de mí. En “Seis años” ha vuelto a darme lo que siempre le pido: evasión, adrenalina, una buena historia y una aventurilla de verano con un tipo estupendo. Un regalazo.