“La leyenda del ladrón” es un viaje de vuelta a la niñez.
A los libros que mi padre me traía, algunos rescatados de obras viejas, entre
ruinas, abandonados por sus dueños. Otros de algún puesto ambulante, en ferias
y mercadillos. Verne, Dumas, Salgari, Stevenson. Mi capitán de quince años y
mis mosqueteros.
Casi he vuelto a oler, a sentir aquellas tardes eternas,
tirada sobre la retalera, envuelta toda mi alma entre piratas y bandoleros.
Sólo por eso ya tengo que agradecerle a Juan Gómez Jurado que escribiera “La
leyenda del ladrón”. Porque más allá del estilo, de la trama, de los
personajes, de cualquier aspecto objetivo de una novela que uno quiera abordar,
lo que prevalece siempre son las sensaciones. Más si son tan gratas. Más si te
llevan de vuelta a la niñez, al sol del sur y a la leche fría, cuando no había
Google para buscar qué era un maravedí y los niños poníamos en práctica esa
técnica tan fabulosa de adivinar significados por el contexto. O preguntándole
a mamá. Viene a ser lo mismo.
Es también un homenaje a los clásicos. A los que he
nombrado y seguro que a muchos más que nunca he leído. La prosa de Juan Gómez
Jurado, tan sencilla y a la vez tan respetuosa con el lector, tiene el sabor de
la picaresca del Lazarillo de Tormes; el espíritu de los Mosqueteros de Dumas y
el alma aventurera de Verne.
Un constante juego de guiños literarios en el que también
los dos autores más relevantes de la literatura universal se pasean con plena
naturalidad, interviniendo aquí y allá, jugando a que realidad y ficción se den
la mano y dejando a su paso una suerte de referencias que personalmente, he
encontrado divertidas y bien hiladas.
“La leyenda del ladrón” es una muestra de que la buena
literatura y el más puro entretenimiento pueden ir de la mano. Una prosa
sencilla, nada farragosa, acorde con la historia que nos cuenta y que es, a un
tiempo, elegante y cuidada. Todo ello dentro de una ambientación
maravillosamente visual, en la que la ciudad Sevilla se convierte en un personaje
más, dotado de vida, retratado en el fondo y en la forma de manera que adquiere
personalidad, convirtiendo sus calles en tramposos matones o ansiados refugios.
Los personajes se dibujan con buena mano, dentro de los
cánones de la novela de aventuras: malos y buenos, sin medios tonos. Quizá he
echado de menos un mayor desarrollo de las relaciones que surgen entre ellos,
especialmente la de Sancho y Clara, que parece resolverse en cuatro escenas y
que podría haber tenido un mayor recorrido, especialmente si tenemos en cuenta
la extensión de la novela y que hay ciertas partes que provocan sensación de
estancamiento (sobre todo la segunda, con Sancho en galeras, y los últimos
compases que tienen lugar previos al clímax final).