Después de quince años
de misteriosa ausencia, Andrés Pajuelo regresa a su casa para proyectar el robo
de una serie de valiosas obras de arte religioso. Para ello necesitará la ayuda
de sus dos hijos, del melindroso prometido de su hija y de un enigmático
gigante experto en teología y en arte sacro. Cuando todo parece estar listo
para ejecutar el último y más lucrativo de los robos, es acusado de varios
asesinatos. Para sorpresa de toda su familia, Andrés reconocerá al instante su
culpa ahorcándose en público.
El ladrón de vírgenes
es una reflexión sobre las mentiras que encierra toda religión y sobre la
importancia de la religiosidad en la condición humana. Un análisis sobre los
límites de la traición, la lealtad y la fuerza de las promesas. Un certero
homenaje a la tradición oral de contar historias.
Cómo nos dejamos engañar a veces por las primeras
impresiones. Me ocurrió con “El ladrón de vírgenes” que al recibirlo y tocarlo
por primera vez, me transmitió la sensación de que era una novela pequeñita. Su
portada monocromática, una edición bastante modesta y la firma de un autor no
demasiado conocido me llevaron a pensar que quizá estábamos ante una historia
de las mismas características. Por eso, quizá, fue mayor mi sorpresa al toparme
con unas primeras líneas que me dejaron temblando. Por lo que transmitían y por
lo bien escritas que estaban.
Cómo iba a saber que aquel hombre traía la muerte
consigo. Debí darme cuenta por su olor a cebolla rancia. Debí darme cuenta
cuando la leche cuajaba a su paso en los cubos de metal. Cuando las palomas
morían desplumadas por la tiña, o porque allá por donde pasaba doblaba los
racimos y dejaba una pestilencia a plomo de preludios de tormenta de verano.
En mi caso, era la primera vez que me topaba con las letras
de esta autor, y mi sensación inicial fue de sorpresa. Qué bien escribe David
de Juan. No es sólo el riquísimo vocabulario que maneja, el uso de las
metáforas, su forma de ambientar… No es sólo eso, claro, sino el buen gusto con
el que lo hace, la forma en la que mima cada pasaje, la elección de cada
palabra, armando una prosa bellísima donde nada parece fortuito pero, a la vez,
fluye con naturalidad, dando lugar a un estilo narrativo que no es sencillo
pero que tampoco está vetado a nadie.
Me ha sorprendido también la recreación que el autor hace
del mundo rural al que vuelve Andrés Pajuelo. Un pueblo pequeño, en los años de
la posguerra, en los que las arraigadas creencias de sus gentes acaban
convirtiendo al lugar en un nido de maledicencias, rumores y miedos.
Y de ese ambiente se vale David de Juan para poner sobre el
tapete la religión, que en este caso es una como podría ser cualquier otra,
porque las cuestiones que nos propone valen para todas. A través de la voz,
sobre todo, del gigante Julio Ramón Ortega, miramos la religión desde distintos
prismas: como acto de fe que nos ayuda a caminar hacia adelante, pero también
como instrumento de manipulación, para inculcar el miedo. Unas creencias que
nos exigen despojarnos de lo material mientras se idolatran iconos que cuestan
mucho dinero del que se mueve en este mundo.
“Escucha, Cirilo, la Iglesia nos dice que el amor es el motor del
mundo, pero mucho más fuerte que el amor, enormemente más intenso y
omnipresente es el miedo. Claro. El miedo lo cubre todo con su velo de
prejuicios, manías, caprichos, ciega el ánimo como una noche sin estrellas ni
luna. El miedo, querido patriarca de Alejandría, es lo que tenía en mente Dios
cuando se sentó a inventar lo más terrible.”
No quería terminar mi reseña sin hacer una mención a los
personajes que ha creado el autor para esta historia. Sobre todo porque estamos
ante una novela coral que no alcanza las doscientas páginas, con las que sin
embargo, David de Juan se basta, no sólo para construir a sus personajes, sino
también para dotarlos de profundidad y ahondar en su psicología. Para
envolverles a todos en el velo de la miseria, la maldad, la culpa, la locura y
la pasión, a cada cual lo suyo.