No tenía diez años aún
cuando me encontré en el libro de texto del colegio un fragmento, mutilado y
dolorido, de “El monte de las ánimas” de Bécquer. Se ve que por aquel entonces
se estilaba lo de simplificar a los clásicos para que los niños de los ochenta,
alelados como estábamos, pudiéramos entenderlo. Me atrajo tanto que mi padre
tuvo que comprarme el libro. El de verdad. Desde entonces, siento auténtica
fascinación por las leyendas. Mi madre odiaba que fuese por ahí, mendigando una
historia de aquellas, porque luego le daba la noche. Pero siempre es fácil
encontrar a alguien dispuesto a asustar a una niña…
La leyenda de la Santa
Compaña era, con diferencia, la que más pavor me producía. Aquí en mi tierra,
en este rincón en ninguna parte, también tenemos nuestras tradiciones al
respecto. Hay un lugar en las afueras donde todo el mundo camina ligero, a paso
vivo. Los mayores incluso se persignan al pasar o dejan una piedrecita sobre la
roca, vaya usted a saber por qué. Todos conocen a la familia del vecino de
alguien a quien la Santa Compaña se llevó de aquel lugar. Un pastor incauto, un
padre de familia al que se le estropeó el coche, una niña que se extravió…
Todos pasaron a forman parte de la procesión. Yo, por si acaso, siempre
apretaba fuerte los ojos al pasar, para no verla.
Os cuento todo esto para
que entendáis por qué era para mí casi una necesidad leer “La Santa”, de Mado
Martínez. Y para justificar un poco por qué me ha dejado este regusto tan
extraño, agridulce al paladar.
Reconozco que me escamaba
un poquito el hecho de una novela de terror gustase tanto a muchos lectores que
se reconocen poco asiduos al género. Quizá sea porque a veces
sobredimensionamos nuestros propios miedos, o quizá en este caso, porque la
historia no llega a producir verdadero temor.
Me ha traicionado un
poquito la ambientación. Reconozco que ése internado para señoritas de los años
cincuenta, con sus interminables y gélidos pasillos, su desván y su gobernanta,
me recordaban más a alguna serie patria que al Manderley de los Winter. Esta
es, desde luego, una impresión muy personal y que en nada pretende desmerecer a
la creación de la autora. Pero a mí sólo me faltaba un cocinero misterioso y
resultón para pintar el cuadro entero.
Aún así, “La Santa”
resulta adictiva. Su estructura obliga: capítulos muy cortos, de lenguaje ágil,
sencillo y directo, con sus correspondientes giros finales. Mado Martínez
acierta en las formas, y también en el fondo con la construcción de una Santa
autóctona, adaptada a las necesidades de su historia. Porque como decíamos
antes, cada tierra y cada rincón tiene sus propios demonios, y hay casi tantas
versiones como contadores de leyendas. Su Santa resulta inquietante,
subyugante, misteriosa. No obliga a cerrar el libro para mirar bajo la cama,
pero sí produce desasosiego.
En el amplio coro de
personajes que la autora construye, los hay de todo tipo. Unos más
estereotipados, otros más sólidos, otros meros alimento de fantasmas. Unos más
creíbles que otros. Cierto es que ninguno de ellos ha conseguido quedarse
conmigo.
Con todo este extraño
cóctel de virtudes y “peros”, si hay algo que me ha encantado de “La Santa” es
el juego metaliterario en el que Mado Martínez nos invita a participar a través
de los títulos de los capítulos y de las lecturas que van apareciendo en la
trama. Se nota que la autora conoce y disfruta el género de terror.
A pesar de ello, mi
impresión final es ambigua. Aunque he encontrado cositas que me han gustado, es
cierto que he echado de menos un poco más. Más terror, más construcción de los
personajes, más originalidad en ciertos aspectos. Aún así, es una muy buena
lectura para aquellos que quieran hacer una incursión ocasional en el género y
tengan, valga la redundancia, miedo de tener miedo.