Me hago mayor. La copita
de vino relajada le ganó la partida al cubata de después y ahora, incluso me
gustan los domingos, en lo que ya cambié la resaca por la manta. Hasta hace muy
poco, disfrutaba con una enana colando un puñado de novelas juveniles entre mis
lecturas anuales. Y ahora, en noviembre, me doy cuenta de que en todo este año
no he leído ninguna. El mes temático me pareció la excusa perfecta para ponerme
a ello, y dado que hace nada que había estrenado con Ursula Poznanski y me
había gustado su estilo, decidí darle una oportunidad a una de sus novelas
juveniles, “Erebos”, publicadas previamente a la saga de novela negra
protagonizada por Beatrice Kaspary. Y me he sentido tan mayor…
En los institutos de
Londres empieza a circular un juego informático llamado Erebos. Las reglas son
estrictas: juegas siempre solo, tienes una sola oportunidad y no puedes hablar
con nadie de ello. La adicción a Erebos se extiende como la pólvora y las
pruebas que el juego exige empiezan a afectar a la vida real. Si estás dentro,
malo. Si estás fuera, peor.
Me atrajo de “Erebos”,
sobre todo, un planteamiento que me recordó a “La tienda” de Stephen King. Esa
especie de efecto mariposa que se crea cuando alguien realiza un acto, a
primera vista inocente, y sus consecuencias tienen lugar en otro espacio.
También me recordó Erebos a aquellos tiempos de instituto en los que los juegos
de rol, amigos, eran el mal. Corrían los noventa, éramos menos sofisticados
pero teníamos nuestras propias fobias.
El problema es que todo
lo que me condujo a la lectura de “Erebos” fue un error. La relevancia del
juego en la vida real toma protagonismo demasiado tarde en la trama que teje
Poznanski. Además, pasaron los noventa y yo me he hecho mayor. Igual se me pasó
el arroz de la novela juvenil. O es que Suzanne Collins puso el listón muy alto
dentro del género. Yo qué sé.
La cuestión es que no me
he encontrado cómoda leyendo “Erebos”. Se me ha hecho larga y repetitiva, le ha
faltado dinamismo y algo más de carácter a sus personajes. Y además, hay una
historieta de amor más edulcorada que la Coca Cola que no me habría creído ni
en los noventa, con todo el pavo encima y bajo el influyo de la música de los
Backstreet Boys. Ni por ésas.
La cuestión es que te la
recomendaría solo si tu edad te la permite, si nunca has llevado
hombreras y aún bebes Fanta en los cumpleaños. No es de ésas novelas juveniles
que valen para mayores. Hay demasiados elfos, demasiadas taquillas en poblados
pasillos de instituto, demasiado genio informático, demasiado azúcar. Demasiado
para mí, que hace tiempo que me pasé al café solo con sacarina.