“El nadador en el mar
secreto” es una de las lecturas más difíciles a las que me he enfrentado últimamente.
Y por eso, en este breve tiempo que llevo contando lo que leo, es también esta
reseña la más complicada que he tenido que escribir. Por muchas razones. Una de
ellas es la brevedad de la historia que nos cuenta William Kotzwinkle, apenas
noventa páginas, la línea que separa el relato de la novela. Pero sin duda, la
causa principal es que se trata de una lectura profundamente dolorosa. Sin
concesiones.
El mar, tan vasto e
insondable, siempre ha sido recurso útil para hablar de muchas cosas. Ha
servido de metáfora al amor, al sexo, a la pérdida, a lo salvaje y lo
desconocido. Aquí es un poco todo eso, pero es, sobre todo, metáfora de ésos
dos puntos que marcan nuestra existencia: su comienzo y su final, la intensa
lucha central en la que al final todos acabamos capitulando. La historia de
Diane y Laski explora ambos límites, concebidos ambos como dos nadadores que
tratan de mantenerse a flote mientras le vida les somete a los dictados que nos
tiene reservados.
La narración arranca la
noche en que Diane rompe aguas, aunque será Laski, su marido el que ejerza como
narrador. Un ejercicio poco visto ya que en ése instante del nacimiento la
madre y el hijo suelen ser los protagonistas habituales. Desde su óptica
asistiremos a una lucha, épica y cotidiana a un tiempo, de una madre y un hijo
que luchan por traer la vida a este mundo. Una narración cargada de metáforas,
hermosísima, pero lejos de lo idílico.
La bata estaba empapada, el cabello emplastado
como si le hubiera caído el mar encima. Cerró los ojos y se formaron unas patas
de gallo, unas arrugas que él nunca le había visto, las arrugas de la edad, y
por eso supo que habían pasado auténticas eras.(…) Volvió a incorporarla al
notar que la marea se los llevaba de nuevo hacia las aguas salvajes e
inexploradas.